Más de un milagro
Juan 9:1-41.
Estaba cayendo la noche de aquel largo, pero increíble día, y me encontraba de rodillas frente al hijo de Dios, no solo oyendole, sino viendo cada detalle de su hermoso rostro, mientras le decía que creía en Él como el enviado de Dios para salvarnos, sin embargo esa mañana había salido de casa sin imaginar todo lo que Dios tenía preparado para mí.
Comenzaba el día cuando me coloqué al lado del camino que dirigía al Templo, sabiendo que a diario mucha gente transita por allí y algunos no dudaban en manifestar generosidad para con alguien que como yo había sido ciego toda su vida.
Esa mañana no era diferente de las otras, aunque si un poco convulsionada, porque se oía que Jesús, el nazareno, estaba en Jerusalén. Mucho se hablaba de Él, se decía que sanaba a los enfermos, que confrontaba a los maestros de la ley, que libertaba a los oprimidos y hablaba del amor de Dios para con todos, de una forma en la que nadie lo hacía.
Yo realmente no era capaz de creer en todo eso, por esa razón no corrí a buscarle. Muchas veces fuí al estanque de Betesda, dónde se decía que un ángel movía las aguas y el primero que entraba en ellas era sanado milagrosamente, en un par de oportunidades fui el primero y nada pasó, porque habría de creer entonces en los milagros. En mi condición nunca sentí el amor verdadero, porque creería entonces que el amor del que este hombre hablaba era diferente a lo que yo conocía.
Cerca de la hora sexta oí un tumulto acercarse a mí, y entre esa multitud alguien con un acento galileo preguntó a su maestro: "Rabí, ¿Quien peco, este o sus padres para que haya nacido ciego?
En ese instante algo se removió dentro de mí, todo el rencor que sentía por mis padres afloró en ese instante. La ley de Dios que había escuchado en muchas oportunidades sentado a las afuera de la sinagoga, mencionaba a la ceguera como una de las consecuencias de desobedecer a Dios, y siendo que yo nací ciego, mis padres y sus acciones eran los culpables de mi condición y de todo lo que me había pasado en la vida, de todo el desprecio del que seguía siendo víctima cada día, por tener la desventura de haber nacido ciego. Igual o mayor cuota de responsabilidad tenía Dios para mí, ¿porqué el Dios Todopoderoso, el Dios de Abraham, de Isaac y Jacob había permitido que yo atravesara por tal oprobio toda mi vida?
Seguro estaba de la respuesta de aquel hombre, fueron sus padres, o como algunos otros ya lo habían dicho, yo mismo sería el culpable de mi desdicha por ser un pecador; sin embargo no fue eso lo que oí. Esa voz, esa dulce voz, respondió: "No es que pecó éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él."
No podía dar crédito a esas Palabras, Él no me acusaba, no me despreciaba. De pronto sentí silencio, creo que su respuesta fue una sorpresa para todos, solo pude sentir sus pasos acercarse a mí. Confieso que temí, todavía esas Palabras eran incomprensibles para mí, que significaba que mi condición, que todo lo que había sufrido y experimentado a lo largo de mi vida era para que la Gloría de Dios se manifestase.
Continúe oyendole solo a Él. Ya frente a mi sentí como se agachaba y escupía en la tierra e inmediatamente se incorporó para tocar mis ojos.
Sus Palabras para mí fueron: "Ve a lavarte al estanque de Siloé".
Aunque me había hecho desconfiado e incrédulo por naturaleza, obedecí, sus Palabras eran diferentes, Él, Jesús, no hablaba como hablaban los demás, su dulce pero firme voz me impulsaba a dar cada paso lleno de expectación.
Sentía dentro de mí que toda mi vida podía cambiar a raíz de este encuentro. A lo largo de los años creí que no había más nada para mí, más allá de sentarme a la orilla del camino a mendigar. Sería posible que hoy eso cambiara, que mi condición de la que muchas veces sentía hastío desapareciera y surgiera un nuevo yo.
Con todo esto en mente proseguí al Siloé, muchas veces recorrí este camino, pero hoy era mucho más largo que de costumbre, mientras resonaba su voz en mi interior: "Es para que la obra de Dios se manifieste en él". Ya frente al estanque me precipité a él, le obedecí y repentinamente algo inentendible comenzó a pasar, toda la oscuridad comenzó a desaparecer, mis ojos comenzaron a llenarse de luz y pude percibir a través de ellos el movimiento, los rostros y todo a mi alrededor, sin comprender del todo cada cosa que me rodeaba.
Jesús había abierto mis ojos, ya no era ciego, podía ver. Ya no sería más el despreciado, aquel que era tenido por pecador junto a sus padres. En este momento me detuve a pensar en ellos, en mis padres, en todo lo que ellos también habían tenido que soportar durante tantos años, recordé la voz de mi mamá alertandome a cada paso para que no tropezara y a mi padre elaborando herramientas para facilitar mi desplazamiento de un lado al otro. Por primera vez pude entender que a pesar de todo me amaban, y por primera vez les perdoné. Jesús había abierto mis ojos, pero también estaba abriendo mi corazón.
Ya no era el mismo, quienes me habían visto ciego decían: ¿No es éste el que se sentaba y mendigaba? Unos decían: El es; y otros: A él se parece.
Yo les afirmaba: "Yo soy."
Algunas cosas pasaron después de aquel encuentro con Jesús. Fuí interrogado por quienes creían ser dueños de la verdad, mis padres fueron amendrentados y finalmente fuí expulsado de la sinagoga.
En ese punto pensaba, en lo grandioso del milagro que Jesús había hecho, pero en el perjuicio que me había traído, no entendía porque después de haber tenido este encuentro con Jesús me ocurrían todas estas cosas.
Más cuando solo me hallaba, cuando la tristeza volvía a mí, oí de nuevo su voz, esa dulce voz que me dijo antes: "Ve a lavarte al estanque de Siloé". Una vez más estaba para mí, oyó que me habían hechado y vino a buscarme. Ahora viendo su rostro Él hablaba conmigo, con aquel que había sido ciego y que sin merecerlo había recibido su gracia. Él era el mesías, no solo era mi sanador, sino mi salvador. Finalmente no pude más que rendirme delante de Él y adorarle.
Finalmente me rendí. Esta es la experiencia de muchos que en algún momento hemos caminado en la oscuridad, posiblemente hemos tenido algún encuentro con Jesús, ha hecho algo grandioso en nuestra vida, hemos comprendido el peso que nos quitamos de encima al perdonar y hemos aprendido a percibir las cargas que otros llevan, pero al final del día la adversidad toca a la puerta y no comprendemos como puede pasar esto si ya no andamos en las tinieblas, si hemos decidido obedecerle como lo hizo aquel hombre corriendo al Siloé. No dudes que todo es para que la obra de Dios se manifieste en tu vida.
Este hombre tuvo un encuentro con Jesús, le obedeció, y finalmente se rindió a Él. Esa es la invitación que hoy quiero hacerte. Rindete.
Pastor Harry Mendoza
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